A lo largo de la vida, hay momentos en los que sentimos que lo sabemos todo. ¡Que arrogancia la nuestra!
Puede que sea en la universidad, en el trabajo o cuando alcanzamos un nivel de conocimiento que nos hace creer superiores a los demás. Es normal. No es pecado, es parte de nuestra naturaleza humana.
Recuerdo mi propia arrogancia en esos años en los que me sentía dueño de la verdad. Opinaba con seguridad sobre política, economía, negocios y hasta sobre la vida misma. Comparado con algunos familiares mayores, sentía que sabía más que ellos. Ahora, al mirar hacia atrás, me doy cuenta de lo equivocado que estaba.
El tiempo y las experiencias te muestran que estabas viendo las cosas desde una perspectiva limitada. Es como si tus lentes estuvieran sucios y no te dieras cuenta. Y, ¿sabes qué? Es completamente normal. Crecemos, evolucionamos y nuestras ideas cambian.
Con los años, aprendí que aquellas personas mayores, las mismas a las que alguna vez miré con desdén, estaban mucho más cerca de la verdad de lo que yo creía. Y esto no fue porque me lo dijeron, sino porque la vida misma me lo enseñó.
Dicen que las personas cambian por dos razones: o tienen una experiencia muy dura o aprenden algo que los transforma. Ambos caminos llevan al mismo destino: una nueva etapa.
De esta reflexión, me llevo dos lecciones importantes:
A lo largo de los años, he descubierto que hay dos formas principales de aprendizaje:
Ambos son igual de importantes, pero el segundo es el que más marca nuestra forma de ver el mundo.
Así que, si alguna vez te sientes el más sabio de la sala, recuerda: la arrogancia es un velo que te impide ver la realidad. Mantén la humildad, aprende de todo y de todos, y nunca dejes que la soberbia te cierre las puertas al conocimiento y al crecimiento personal.
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